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La verdad es que disfruté de esos cuatro capítulos como hacía mucho tiempo no disfrutaba de una comedia. Desde la pantalla me hicieron retroceder algunas décadas, a una época en que uno podía reírse inocentemente de una sencilla caída o sorprenderse con un increíble acto de coordinación, acto que muy pocas estrellas de hoy en día se atreverían a realizar. No hay que olvidar que Keaton, además de escribir los guiones, producir, dirigir y actuar también realizaba todas las escenas, aún las más riesgosas. Los efectos especiales existían, pero eran muy limitados y complicados.
Es de notar la escuela que Buster Keaton creó; muchos de los gags que después se verían en otras cintas o -especialmente- en dibujos animados, fueron invención de Keaton. El ritmo que imprimía a sus cortas historias (alrededor de quince minutos cada una) puede decirse que es muy actual, a veces enlanzando los chistes de tal manera que el final de uno es el comienzo del siguiente.
La sencillez de un clásico, el encanto del viejo blanco y negro, y un hombre cuyo cuerpo hiperactivo contrasta con una fuerte inexpresividad facial, pero quien con ello logra arrancarnos una carcajada sincera y sí, es cierto, pero no vergonzoso, casi infantil.